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viernes, octubre 3, 2025

UN QUINZO PARA SHEINBAUM

¿Es posible y/o necesario un “quinzo” para Claudia Sheinbaum?

Entre los usos y costumbres más extendidos de la clase política en México, además del “dedazo”, –para describir a la pretensión de elegir a su respectivo sucesor–, ninguno es más significativo, tanto en lo simbólico, como en razón de sus implicaciones sobre los equilibrios de poder del régimen, que aquel que se arroga la necesidad y/o la utilidad práctica de que el presidente entrante dé en el primer tramo de su gobierno, un golpe de timón que afiance su autoridad. Ya lo mismo para sacudirse la influencia de su predecesor, que para meter en cintura a aquellos personajes políticos que intentan acrecentar su espacio de influencia.

Ejemplos para afianzar semejante idea, abundan. Desde el exilio que el presidente Cárdenas impuso al expresidente Plutarco Elías Calles, para ponerle fin a su influencia política durante el llamado “Maximato” a inicios de los años treinta; hasta el apresamiento de Raúl Salinas de Gortari, impulsado por el presidente Ernesto Zedillo a mediados de los noventas, –para sacudirse la sombra de su antecesor–; ni que decir de lo ocurrido con el propio presidente Carlos Salinas de Gortari, quien terminaría apresando a Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”, otrora líder sindical de PEMEX, siendo tal coyuntura el origen del propio término del “quinazo”, utilizado en el argot político para describir la costumbre de hacer sentir la autoridad presidencial; o incluso la más reciente “Guerra contra el narco”, emprendida por el presidente Felipe Calderón, con la pretensión de contrarrestar la creciente influencia de los carteles de la droga. Todos episodios encaminados a mostrar poder y/o afianzar la autoridad del presidente en funciones.

En ese sentido, no son pocas las voces que se han hecho eco respecto a la conveniencia y/o la utilidad política de no hacer oídos sordos con la pretensión de que la presidente Claudia Sheinbaum termine por echar mano de la consabida costumbre de afianzar su autoridad a través de un golpe de timón, o “quinazo”, que ponga en claro quién manda. Quienes así piensan, apuntan a la necesidad de hacerlo para contrarrestar el fuerte liderazgo personalista que durante su gestión ejerció Andrés Manuel López Obrador, según afirman, mientras Sheinbaum no se deslinde de su predecesor, no podrá gobernar y/o afianzar su autoridad.

Lo que si bien tiene tintes de ser plausible en términos políticos, –sobre todo si se tiene en cuenta que hoy por hoy, Morena y/o la propia 4T carece de un líder que logre replicar el estilo de liderazgo carismático ejercido por López Obrador durante su gestión–, revela también la intrincada red de lealtades y/o amarres que dejó tras de sí la propia gestión del tabasqueño. En tales condiciones, cualquier posibilidad de deslinde de Claudia Sheinbaum, terminaría siendo interpretada como un distanciamiento frente al discurso de su predecesor.

Lo cual se antoja por demás difícil, porque al hablar de López Obrador, hablamos de mucho más que un simple antecesor en el cargo. Se trata ante todo del líder moral del propio movimiento que habría llevado a Sheinbaum al poder. Por muy necesario que fuera para afianzar la autoridad de la presidente, un deslinde en semejantes condiciones terminaría minando la ya de por sí endeble autoridad que hoy representa. Y es que si bien es cierto que, hoy por hoy, no hay en el espectro de la oposición, fuerza política capaz de hacerle sombra a la maquinaria electoral que representa Morena y su pretendida 4T. Tampoco se puede negar que el liderazgo de Sheinbaum está muy lejos de conseguir la contundencia operativa, ni que decir el empuje carismático que caracterizó la gestión de López Obrador. De ahí que no sean pocas las voces que insinúen que el retiro de Obrador, no es más que una estrategia para seguir ejerciendo el poder detrás de la silla presidencial.

Lo que justificaría la utilidad práctica de un golpe de timón que la empodere y le permita sacudirse de una vez por todas, cualquier cuestionamiento a la efectividad de su liderazgo. Porque si algo ha caracterizado el quehacer político de la presidente, es la persistencia con la que su autoridad es de continuo cuestionada y/o disputada por sus propios correligionarios, que no pierden la ocasión de introducir cambios o salvedades de todo estilo a sus decisiones o iniciativas más controversiales, –piénsese por ejemplo la intentona por evitar el nepotismo en la sucesión del poder, la cual si bien se afianzó, pasó por alto, a razón de los intereses de distintos aliados políticos del propio Morena, la idoneidad de la medida para 2027, quedando su vigencia establecida a partir de 2030–.

Si a ello se suma la existencia de mecanismos tales como la llamada revocación de mandato, está por demás claro, que por mucho que la actual presidente esté consciente de la urgencia con la que tendría que trabajar por afianzar su autoridad, difícilmente se verá que su margen de maniobra respecto a la figura de López Obrador llegue a mejorar. Antes bien, todo hace suponer que aunque nadie lo diga de ese modo, la sombra del caudillo tabasqueño termine por eclipsar las posibilidades de su sucesora para afianzar un estilo personal de gobernar, que sin menoscabo de su trinchera original, ofrezca la posibilidad de tender nuevos y más amplias caminos de entendimiento para con las distintas fuerzas que componen el panorama político nacional actual. Lo que hace presuponer, como es que ya he dicho en este espacio en otras oportunidades, que la única posibilidad medianamente seria de cuestionar la actual hegemonía política de Morena, tenga por fuerzas que venir del propio obradorismo en cualquiera de sus múltiples y muy variadas interpretaciones.

Que por muy singulares y/o variadas que se quieran posicionar, resultan todas coincidentes en una desmedida concentración del poder y el desmedido engrosamiento del poder estatal, a la usanza del viejo régimen revolucionario priista. Lo cual no debe sorprender a nadie, porque Morena es en el mejor de los casos, la más persistente expresión de lo que Roger Bartra ha llamado alguna vez, un “populismo conservador”; populista porque se arroga una pretendida relación directa de su fundador y líder moral, con su pueblo “sabio y bueno”, –entiéndase sólo aquella franja de la sociedad que comulga con las ideas del gobierno en turno–, relación desde luego, al margen de cualquier mecanismo formal de representación democrática; y conservador, porque invoca y/o restaura ideas del nacionalismo revolucionario, con el Estado y el presidencialismo como ejes articuladores.

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