Triunfalismo y polarización. El reto pendiente de la 4T.
A bien de decirlo como corresponde, el desbordante triunfalismo que ha mostrado Morena como resultado de sus recientes éxitos políticos, resulta de muy mal gusto, porque exhibe de modo grotesco e innecesario una falta de tacto y/o sensibilidad en la conducción de los asuntos públicos. Desde luego, según su propia lógica, razones no les faltan para sentirse satisfechos por la magnitud y la celeridad de lo que hasta este punto han conseguido, por lo que lo más natural es que quieran festejarlo por todo lo alto, como la cristalización simbólica de un proyecto que no sólo ha significado un viraje profundo de las inercias que habían prevalecido hasta su irrupción y consolidación como primera fuerza política del país.
Los gestos y/o actitudes de los últimos días: la presunción triunfalista de contar con un sistema de salud equiparable o “mejor que el de Dinamarca”, votaciones a mano alzada en pleno Zócalo, la pretensión por imponer de forma acelerada una reforma judicial por demás dudosa, pasando por la instalación del nuevo Congreso en medio de un mitin para demostrar quién manda, lejos de contribuir al afianzamiento del proyecto que propugna, cierne una sombra de controversia y polarización por demás innecesaria, misma que contrasta con la importancia de lo que se pretende.
Porque para decirlo con total claridad: el reto de Morena en esta administración federal por comenzar, no está en la consecución de sus últimas victorias, ni siquiera en su afianzamiento como el actor político más importante del momento, sino en saber generar las condiciones necesarias para que su discurso de justicia social y prosperidad, se vuelva en efecto una realidad constante y sonante para una mayoría del país. Algo que pese al esfuerzo puesto en primer sexenio de la llamada 4T, claramente está muy lejos de haberse conseguido.
Hay pues mucho por trabajar para que la progresión de un país en el que la prosperidad y la estabilidad material y económica se vuelvan efectivas para millones en el país. Y es que si bien nadie cuestiona la importancia de lo que hasta aquí ha conseguido Morena al posicionarse como la principal fuerza política del país, su exceso de optimismo y/o la desproporción del triunfalismo que exhibe termina socavando la propia legimitimidad de lo que hasta ahora ha conseguido, al tiempo que afianza la polarización y el encono para con quienes difieren en su visión de proyecto de nación, porque pone en tela de juicio la disposición para construir puentes de entendimiento con la propia oposición. Algo no menor si además de afianzar sus conquistas, pretende realmente diferenciarse de lo que alguna vez se vio cuando el viejo PRI era el partido hegemónico.
Sobrerrepresentado o no, el obradorismo ya demostró ser una fuerza política capaz de dominar la esfera política del país, introduciendo cambios severos en el discurso público habitual, ello ni dudarlo. Para efectos prácticos ha terminado ganado 261 de 300 distritos electorales posibles, –es decir el 87%–, asimismo gobierna 24 de las 32 entidades en las que se divide el territorio nacional, además de controlar el Poder Ejecutivo y el Legislativo, y estar en pos de reducir a su merced al Poder Judicial; es sin lugar a dudas el nuevo partido hegemónico, y lo es de un modo asombrosamente parecido a lo que otrora fuera el PRI en sus momentos de mayor dominio sobre el régimen político, sólo que con una notable excepción, a diferencia de lo que ocurriera antaño, al menos de momento la hegemonía morenista goza del apoyo y/o de una legitimidad social de la que este no contaba; lo que ha ocurrido en buena medida por la severidad con la que se encuentra diezmada la propia oposición, tanto en número, como en aceptación.
Las razones de ese dominio apabullante de Morena y/o el propio obradorismo, no son ningún misterio; el grave deterioro de la calidad de vida de millones, como resultado de una política económica que apostó hace cuarenta años, por una acelerada inserción del país en la llamada globalización, así como las consecuencias sociales que semejante viraje desencadenó, fueron el caldo de cultivo perfecto para desencadenar el disgusto y/o el resentimiento de quienes resultaron perjudicados con la modernización económica del país. Para decirlo en corto, la legitimidad de Morena está anclada a la promesa que hiciera el propio Obrador de revertir la severa desigualdad que el modelo neoliberal dejó tras de implementarse, que vamos, para nadie es secreto que la legitimidad social de la que goza la llamada 4T, tiene fuertes tintes redistributivos y de reivindicación social.
Y de hecho, hacía a ello es que se esperaría que apuntara ahora que se ha vuelto el amo y señor del sistema político mexicano. Sin embargo, la cosa se dice mucho más fácil de lo que en realidad es. La cuestión es que cuando se piensa en términos materiales y/o de redistribución, las relaciones causales se encuentran invertidas. Lo que ha funcionado para lo político, difícilmente habrá de funcionar per se para lo económico, ahí la lógica se encuentra en el extremo contrario, ya que en términos de participación del PIB, el poder del Estado se encuentra acotado a cerca del 25%, en tanto que la iniciativa privada lleva la voz cantante, dominando un 75% del PIB. Lo que ha funcionado para las urnas, difícilmente habrá de rendir los efectos esperados para la capacidad productiva del país.
Y dado la pobreza de lo conseguido en términos de crecimiento económico, con una tasa de crecimiento por debajo del 1%, cuando en sexenios anteriores se había conseguido en promedio un 2%, se antoja difícil pensar que la salida a semejante atolladero se encuentre a recurrir a fórmulas de crecimiento con el estatismo interventor como motor o eje rector.
Luego entonces, si Morena aspira a tener un mínimo de éxito de frente a las exigencias sociales para dinamizar la economía nacional en aras de que esta ofrezca a la mayoría de sus votantes las posibilidades de vivir mejor, sería importante que el propio gobierno comience a buscar la moderación y/o el establecimiento de puentes de entendimiento con los sectores productivos del país, mismos que para nadie es un secreto, han estado de común, más cercanos a las estrategias neoliberales, que a las perspectivas de revivir tiempos pasados, pretendiendo reeditar una suerte de intervencionismo estatal que exacerbe las diferencias entre el propio gobierno y la oposición. En ese sentido, a polarización y el triunfalismo desbordado no le hacen ningún favor a nadie, de ahí que habrán de ser en lo sucesivo un reto pendiente a resolver, queda por verse si el propio gobierno lo entiende así, y emprende las medidas necesarias para automoderarse.