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jueves, marzo 28, 2024
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LOS DIOSES DEBEN ESTAR LOCOS

Para un primer grupo de espectadores, THE GODS MUST BE CRAZY popular película de los años ochenta, puede ser catalogada como una alegre comedia romántica entre dos profesionistas que, por una conveniente broma del destino coinciden de forma chusca en un lugar inusitado, en condiciones poco comunes, en circunstancias poco ortodoxas, y, sin embargo, tras bochornosas pero divertidas travesías, encuentran el momento ideal para darse la oportunidad de convertirse en una singular pareja. Este ángulo de la historia contiene los elementos para entretener a quienes siempre piden, suplican y exigen, que la bella dama conceda su amor sincero al personaje, que sin representar necesariamente el más apuesto, el más fuerte, o el más listo de los pretendientes, sí es el que representa aparentemente el verdadero amor.

Para un segundo grupo de espectadores, esta historia puede ser catalogada como una secuencia de acción que retrata superficialmente lo que se puede interpretar como un intento fallido de golpe de Estado, y se dice superficialmente, porque no existe un contexto satisfactorio que permita entender la razón profunda del hecho, tal vez, sólo sea un prejuicio internacional de cómo en determinados lugares del entonces tercer mundo, la inestabilidad política, y la imposición de la voluntad con apoyo de las armas, es una constante. Tal vez, sólo es un antecedente para construir una escena de intempestivo heroísmo, con balazos, con persecuciones, con recursos ingeniosos, con mucha acción, y digamos que con violencia moderada presentada en forma de parodia.

Para un tercer grupo de espectadores, esta historia puede ser catalogada como un extraordinario documental geográfico, que enaltece las maravillas del clima, de la flora y la fauna del desierto de Kalahari, que se describe como un semi desierto, ya que tiene una temporada anual húmeda y con mucha vegetación, y que está situado en el sur del continente africano, entre Namibia, Botswana y Sudáfrica. Un lugar con relativa cercanía longitudinal hacia la moderna ciudad, pero una extrema lejanía histórica, tecnológica, y cultural hacia la misma gran urbe. Y debe resultar atractivamente increíble para quienes gustan de la antropología y la sociología, escuchar la narración de cómo, en ese lugar, pequeños grupos de hombres y mujeres, sobreviven comiendo raíces y practicando la cacería, aislados absolutamente de todo lo que parezca “el mundo civilizado”.

Y claro, todas esas perspectivas que pueden dividir el público de acuerdo a sus gustos e intereses de entretenimiento, coinciden y se entrelazan por un elemento que para cualquier persona promedio es irrelevante, sin valor ni trascendencia, una botella de refresco. Es la insignificante botella de refresco, el factor que accidentalmente se incorpora en el medio social de una pequeña tribu de nativos del desierto de Kalahari, donde todo funcionaba muy bien, todos convivían pacífica y fraternalmente, todos contribuían conforme a sus capacidades, todos compartían conforme a las necesidades, todos eran felices, hasta que llegó a sus manos ese artefacto desconocido al que rápidamente le dieron múltiples usos, y al mismo tiempo, rápidamente generó diferencias y descontento social, pues por tratarse de una pieza única, marcó la pauta del sentido de posesión y de propiedad privada, entre un grupo de habitantes de un lugar remoto, donde no existía ese concepto.

En la película, ese conflicto socio económico es tan sólo una divertida metáfora. En la vida real, resulta cómodo y sencillo hablar de teorías de la producción, distribución y consumo de la riqueza. Pero para nada es divertido. Viviendo en sociedad pretendemos imponer opiniones, y peor aún, imponer decisiones. Los medios de producción pasan de lo público a lo privado y viceversa, dependiendo de la imposición del grupo gobernante. La acumulación de bienes corre la misma suerte, será menor o mayor dependiendo de quienes gobiernen. Y hasta la actividad a la que tú te dediques puede depender de lo que decida el jefe político de la región, y al margen de tu vocación puedes quedar reducido a un simple instrumento de la causa social.

Sí, es cierto, actuamos de acuerdo a lo que marca el reloj, nos alineamos a los códigos de convivencia, respondemos casi ciegamente a los hábitos y usos sociales a los que nos van introduciendo desde la niñez. Y nos gusta disfrutar de los avances tecnológicos, de los enseres y de la moda. Nos encanta ejercer el poder adquisitivo, y difícilmente soltaríamos al aire libre unos cuantos billetes. Nos adherimos fácilmente a las relaciones de subordinación, sobre todo si empezamos tempranamente a escalar, con lo que corremos el riesgo de convertirnos progresivamente en seres autoritarios, a quienes les importa poco los individuos vulnerables. Pero tampoco podemos creer que, para no experimentar las inconsistencias, las fallas y los conflictos de la sociedad moderna, es forzoso vivir primitivamente, y buscar el fin del mundo para deshacernos de cualquier bien susceptible de apropiación.

Es difícil entender la metáfora de la botella, sobre todo, si por incentivo familiar, creces apegado al esfuerzo académico para ascender profesionalmente; te desarrollas apegado a la disciplina en cualquier actividad para sobresalir y distinguirte, o; vives apegado a la competencia laboral o empresarial para destacar socialmente. Es difícil entender que, basándote en tus propios méritos profesionales, esperabas el acceso legítimo a la propiedad privada, al status de respeto, y a la acumulación de riqueza, y de pronto, tus méritos pierden relevancia en función del interés superior del grupo, y se ponderan otra clase de méritos. Es difícil entender que, la felicidad está desligada por completo de lo material, y los objetos carecen de cualquier valor. Entonces, desde algún rincón de nuestra soledad aspiracionista, no nos queda más que decir: “Los Dioses deben estar Locos”.

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