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viernes, marzo 29, 2024
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SURCOS DE SUEÑOS, SEMILLAS DE ESPERANZA

Don Carmelo era como muchos mexquiteses del pueblo. Tranquilo, alegre, callado y respetuoso. Bajito de estatura, complexión delgada, el cabello lacio que cuando no se lo cortaba, tenia que alzar la cabeza para mirar el paso, unos bigotes medio desparpajados que hacía más pequeña su sonrisa y unas callosas manos que hablaban de una vida de trabajo.

Yo lo veía pasar frente a la casa dos veces de ida y dos de vuelta, una en la mañana y otra en la tarde, acompañado unas veces con su herramienta, otras con leña, otras con bultos, otras con hierba. Mi memoria lo recuerda acompañado con dos niños réplicas diminutas de su figura. Había días, cuando traía coliflor, repollo o lechugas nos dejaba una en un acto solidario. Acto que refrendaba una amistad fraterna y añeja de vecinos.

Don Carmelo, como la mayoría de la gente del pueblo tenía huerta a las orillas del rio de Mexquitic, rumbo al camino hacia las Moras, él especialista en repollos, que previo a la siembra tenia listos los interminables surcos color café tierra seca y polvorienta y que luego, después del trasplante se iban pintando poco a poco de verde de todos y cada uno de los tonos, yo desde mi ventana sabía cuando sembraba la semilla, cuando fumigaba, cuando amarraba la planta y hasta cuando ponía trampas a los avorazados ardillones que no respetaban. La predicción era desierta el día que pasaba frente a casa y en sus manos no llevaba nada.

Era la época de la infancia y por las tardes, hacíamos de la calle el espacio de la aventura, a nuestro lado pasaba entonces Don Carmelo, había días en que las palabras le incomodaban y sin detener el paso hablaba un poco más del breve saludo, había otros días que igual aparte de saludar sonreía, apurando sus pasos, casi siempre llegaba a mi mente, aquella historia del libro de lecturas de la primaria y pensaba que sí la muerte llegaba por Don Carmelo tampoco lo iba a encontrar fácilmente.

Ni a él ni a muchos otros, Don Felipe, Don Juanito, Don Nacho, Don Pedro, campesinos que el día se les hacía corto para hacer todas las tareas, hombres de trabajo agrícola que desde tiempos inmemorables han estado fieles a sus tierras. Remitidos al ciclo de la luna, a las temporadas de lluvias, a la sabiduría tradicional y ancestral para seleccionar semilla, plantarla, cuidarla y cosecharla, a la rotación de las plantas y a los momentos oportunos de abonar la tierra.

Todos pensamos que la historia y la naturaleza es cíclica, pero en la mirada de Don Carmelo, y en la de todos los hombres que trabajan la tierra como parte de su sustento, tienen una idea clara y precisa de trascender, unos siembran árboles para la posteridad, otros abren brechas para abrir más zonas de cultivo, otros más osados y pudientes han recurrido a las nuevas tecnologías agrícolas para producir mas y abaratar costos, Don Carmelo, que sigilosamente recorrió sus campos tenía una esperanza: que los libros salvaran a sus hijos del destino heredado, no porque sea injusto o vano, no porque sea duro y a veces ingrato, sino porque inconscientemente la selección natural también arrastra, ser bueno en lo que se hace y para la posteridad dar lo mejor de otras formas y maneras.

Un día la muerte siempre sí encontró a Don Carmelo, pero no importaba, ya había sembrado semilla buena, una era maestra, otro era un ingeniero.

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